Patricia Esteban Erlés: “Me interesa reflexionar sobre la supuesta amplitud de miras que disfrutamos las mujeres”

La lectora se llama Patricia Esteban Erlés. El nombre de la escritora es Shirley Jackson. La primera sorbía cada palabra de la novela La maldición de Hill House que la segunda publicó en 1959 y que Valdemar tradujo al castellano hace una década. En el prólogo de la obra de la estadounidense se contaba la historia de algunas casas malditas entre las que estaba la mansión Winchester, que perteneció a la viuda del fabricante de armas. Winchester había amasado fortuna gracias a la invención del eficaz rifle con dispositivo automático, pero falleció joven y las desgracias asediaron a la familia. Murieron varios miembros más y Sarah, la viuda, perdió el hijo que esperaba. Al hablar con una médium, esta le explicó que los espíritus de los soldados muertos por el rifle Winchester la asediarían de por vida. Decidió refugiarse en un edificio que iba ampliando sucesivamente, siempre que sentía que los fantasmas la encontraban. Reformó la casa sin cesar en los siguientes 40 años, convirtiéndola en una mansión infinita y laberíntica, con miles de ventanas, habitaciones y escaleras que no conducían a ninguna parte.

La anécdota inspiró en la cabeza de la lectora la imagen de Santa Vela, la mansión convertida en monasterio de unas monjas “auto ordenadas” y de campo de trabajo para las huérfanas que integran la primera novela de la autora nacida en Zaragoza en 1972, Las madres negras. Porque Esteban Erlés, además de lectora, es escritora, y tiene gusto por el terror y la oscuridad. Y Santa Vela es otro personaje dentro de la narración, un orfanato que parece respirar y envejecer, enfermar por culpa de la maldad que ha conquistado su interior. Un personaje de género femenino y, en especial, gótico.

— ¿Cómo el gótico visibiliza los problemas que consideras más urgentes del género femenino?

Las madres negras es una metáfora de cualquier sociedad regida por los caprichos de un dictador. No existe la justicia, no existe la libertad, la propia vida depende del azar, de los deseos de una voluntad que no aplica la lógica ni la moral al decidir sobre los otros. Me asusta eso, me asusta ver que sucede y que se acepta la irreversibilidad de la situación sin luchar. Me asusta también que cuando se lucha se aplasta al que es capaz de alzar la voz y desafiar al tirano. La novela ofrece la posibilidad de desarrollar por extenso situaciones y la psicología de los personajes me parecía un género adecuado para contar esta pesadilla gótica solo en el envoltorio. Hablo de un colectivo, las mujeres, sometidas sin remedio a las reglas de un juego sádico. Hablo de su encierro, del castigo permanente, de la inmovilidad como instrumentos de control. Me inspiré en el convento irlandés de las Magdalenas, que permaneció abierto hasta los años ochenta del siglo XX, y al que iban a parar jóvenes descarriadas (a veces una chica violada se consideraba que era alguien cuya conducta había provocado la agresión sexual) que ya nunca salían al exterior. Se convertían en lavanderas que debían purgar sus pecados lavando la ropa de hospitales y hoteles cercanos, es decir, que eran esclavas, y la orden religiosa conseguía beneficios con esta mano de obra barata. Los castigos físicos y la prisión de por vida lograban someter a la mayoría, solo unas cuantas reunieron el valor para escapar y contarlo. Muchas envejecieron y murieron allí dentro, sin que nadie hiciera nada por evitarlo. No fue hace tanto y eso llama la atención.

“Las madres negras es una metáfora de cualquier sociedad regida por los caprichos de un dictador”

—Eres especialista en los libros de caballería del siglo XVI: ¿Cómo llegaste de esa afición a la literatura fantástica?

—Como estudiante me interesaban mucho esas primeras novelas españolas. Conmueve el esfuerzo que hacían los autores para fabular mundos llenos de héroes, de peligros y de amores que surgían a primera vista o de oídas, de encantamientos y fiestas. Me divertía leerlos e investigar el trasfondo social de esos novelones que promocionaban la monarquía católica, esa ficción utilitaria que creaba un universo delicado, lleno de convenciones y donde la magia era considerada una fuerza real. En el Renacimiento español todavía se creía en ella, en los poderes de piedras preciosas, en la verdad de las profecías, en los efectos beneficiosos o negativos de determinadas sustancias. Se atisban elementos pre-científicos que todavía no podían explicarse desde la razón y me parece interesante observar cómo se les daba un valor sobrenatural a muchas cosas. En los libros de caballerías lo extraño, lo maravilloso y lo inexplicable, formaba parte del día a día de los Amadises y los Palmerines. Me llamaba la atención esa fama de sobria y realista que siempre se ha adjudicado a nuestra literatura en comparación, por ejemplo, con la francesa, cuando en realidad están sucediendo fenómenos extraños a cada paso. Me proporcionó motivos que he ido incorporando a mis obras. Los libros de caballerías están llenos de banquetes que sirven camareros invisibles, de gemas que actúan como talismanes, de sueños premonitorios, de castillos encantados y de monstruos malvados. Lo fantástico ensanchaba la ficción, le daba la vitalidad necesaria en obras tan voluminosas y que abusaban en ocasiones (por el momento embrionario que vivía el género) de la mera sucesión de episodios.

—Aunque no nombras nunca al catolicismo, Las madres negras está llena de su imaginario.

—Me interesaba reflejar una simbología cercana, que pudiera ser reconocible para el lector, sin, como dices, aludir explícitamente a una religión. El mundo que se respira al otro lado de los muros de un convento o monasterio es siempre propicio para imaginar historias oscuras, para fabular acerca de maldiciones y misterios. La atribución a monjas o frailes, en teoría mujeres y hombres santos, de poderes milagrosos, el encierro obligado, el control excesivo sobre las pasiones y los impulsos naturales generan un clima opresivo fotogénico para una historia de terror. El catolicismo no tiene la exclusividad en este sentido, pero posee una serie de características, ritos y símbolos que se prestan muy bien a la narración.

—Una casa de muñecas. Una mansión. Un orfanato. Un convento. Esos son los ámbitos donde se mueven tus personajes femeninos: ¿De qué manera estos lugares de ficción se relacionan con tu condición de mujer y escritora?

—Me interesa reflexionar sobre la supuesta amplitud de miras que disfrutamos las mujeres en la actualidad. Me da la sensación de que en otras épocas los muros y tabiques encerraban de verdad, físicamente. Hoy son más peligrosos los gabinetes invisibles, las dos vueltas que no hacen ruido cuando alguien gira la llave en la cerradura y quedamos presas de otro tipo de condicionantes invisibles. Virginia Woolf era más optimista, ella pensaba que las mujeres que disponían de un cuarto propio podrían dedicarse con mayor facilidad que la hermana imaginaria de Shakespeare a la creación. Pero el cuarto propio no es suficiente; hay otras estancias, otros espacios que siguen ahí, esperando a que nos los plantemos y decidamos conquistarlos. La visibilidad de la mujer como autora de prestigio, su acceso a premios literarios de los considerados serios y no solo a los comerciales, su presencia significativa en el canon, en los libros de texto, etc., son todavía territorios vedados.

 

Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com

 

La foto que encabeza esta entrevista pertenece a Beatriz Pitarch.

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