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Reconocimiento y extrañeza en El mundo de ayer de Stefan Zweig

Leer, setenta años después del último gran conflicto armado europeo, si excluimos la guerra en la antigua Yugoslavia, las memorias del escritor austriaco Stefan Zweig produce una curiosa sensación de reconocimiento y extrañeza. Por una parte, el mundo de la etapa final del Imperio Austrohúngaro luce tan lejano e irreal como el de un cuento de hadas; por otra, las reflexiones de Zweig sobre el sentido y el papel de una Europa unida y cohesionada en su caleidoscópica variedad siguen siendo interesantes y han cobrado nueva vigencia tras los últimos movimientos políticos que ponen en cuestión la existencia de la misma comunidad europea.

La medida para todas las cosas, para Zweig, es Austria, el Imperio, y en particular Viena. Es natural que así sea. Nació en un país que había sido gobernado durante setecientos años por la misma dinastía y que, ya a mediados del siglo XIX, había alcanzado unos niveles asombrosos de seguridad y estabilidad. “Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad”, dice en las primeras páginas de su libro. Sin embargo, esa seguridad de la que disfrutaron su abuelo y su padre, y él mismo en su infancia y primera juventud, en la que todo parecía estar reglamentado, calculado y decidido, escondía en sí misma las fuerzas del cambio que darían al traste con la nación al finalizar la Primera Guerra Mundial, en 1918.

Zweig proviene de una familia judía enriquecida lentamente, en el mejor estilo austrohúngaro, en el comercio y la industria. La condición racial no fue nunca un obstáculo ni significó un estigma para su familia ni para ninguna otra en las fronteras de la nación, que en esto el Imperio de los Habsburgo parece haber sido muy tolerante y abierto. Los judíos se sentían tan austriacos como cualquier otro grupo nacional de los muchos que hacían vida en el país. Destaca Zweig que a principios del siglo XX, cuando comenzó el movimiento sionista, que proponía el desplazamiento de los judíos a Palestina, fue recibido con verdadera perplejidad y disgusto por los judíos de Viena, que no se consideraban distintos a los demás ciudadanos y no comprendían por qué deberían abandonar voluntariamente sus hogares. “Nuestra lengua es el alemán y no el hebreo, nuestra patria es la bella Austria. ¿Por ventura no vivimos bien bajo el reinado del buen emperador Francisco José? ¿No nos ganamos la vida decentemente y disfrutamos de una posición segura?”, señalaban.

De hecho, según afirma Zweig, lo que el mundo consideraba cultura vienesa del siglo XIX era, en gran medida, una expresión de la cultura “promovida, alimentada e incluso creada” por la comunidad judía de la ciudad. La burguesía judía (a la que el escritor pertenecía) “llenaba los teatros y los conciertos, compraba los libros y los cuadros, visitaba las exposiciones y… se convirtió en promotora y precursora de todas las novedades”. Este ambiente cultural, en el que era más importante un nuevo estreno teatral y los actores y actrices eran más conocidos que los ministros y los escándalos políticos, permitió el crecimiento y desarrollo de la sensibilidad artística del autor, quien, desde muy joven, se ganó un espacio propio en el mundo literario de Viena.

Entre los muchos aspectos destacables de este libro (su paneuropeísmo militante, su discreto sentido del humor, su reivindicación de la libertad personal, su abominación del Estado totalitario…) me gustaría remarcar la relación de Zweig con otros escritores y creadores de su tiempo, siempre generosa y tolerante. Sus breves retratos de Hofmannthal, Verlaine, Rilke, Gorki y Rodin, por mencionar algunos, son un ejemplo de perspicacia y buena escritura.

A pesar de que las memorias se prestan como ningún otro género a la falsa nostalgia y la autocomplacencia, Stefan Zweig logra evitar estos escollos porque sus recuerdos son tanto testimonio personal del descubrimiento de sí mismo (representado por el desarrollo de sus potencialidades como escritor) como crónica de un momento histórico increíblemente complejo. Por supuesto, este recorrido por los últimos años del Imperio no está desprovisto de un tono admirativo por un país que desapareció, se podría decir, ante sus ojos, pero tampoco deja de señalar las debilidades, las incompetencias y la ingenuidad de quienes pensaban que su forma de vivir era inmutable y segura; un lugar donde era más fácil ser europeo que en ningún otro; lejos “de todas las amarguras verdaderas, de las perfidias y las fuerzas del destino”. El suicidio de Zweig, ocurrido en Brasil antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, vino a confirmar dolorosamente esta opinión.

 

Rubi Guerra es narrador, editor, periodista y promotor cultural. Es fundador de la sala de arte y ensayo Ocho y Medio y asesor de la Casa Ramos Sucre en Cumaná, Venezuela. Ha publicado casi una decena de libros, entre los que se encuentran La tarea del testigo (Premio Rufino Blanco Fombona, 2007), Las formas del amor y otros cuentos (Premio Salvador Garmendia, 2010) y El discreto enemigo, que editó en 2016 Madera Fina.

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