La domesticación y el capitalismo en la República luminosa de Andrés Barba

República luminosa es una extensa reflexión moral sobre la sociedad desde las convenciones que definen a la niñez, sin el exotismo de Rudyard Kipling ni el simbolismo de Joseph Conrad. Y, aunque proponen una crítica al capitalismo urbano, los 32 niños alrededor de quienes se teje la novela ganadora del Premio Herralde no salieron de El libro de la selva ni se parecen al delirante Kurt de El corazón de las tinieblas —que es un adulto, pero que también vive al margen de los demás—. Son un colectivo desafiante de los límites de la civilización, el cariz siniestro en el centro de lo familiar.

En el argumento de la obra de Andrés Barba, 32 niños y niñas se materializan en la ficticia ciudad rural de San Cristóbal, un valle atravesado por una selva y el río Eré. Durante año y medio, según el relato que construye dos décadas después de los hechos el narrador de la novela, su violencia inexplicable y la falta de información sobre su procedencia inquietan a los habitantes de San Cristóbal. Enfrentaban lo siniestro. “La gente estaba tan imbuida en aquella sensación de prosperidad que la aparición de los niños, aquellos otros niños, suponía una molestia evidente”, escribe en la obra galardonada el también autor de La hermana de Katia (2001): “El bienestar se pega a los pensamientos como una camisa húmeda, y solo cuando queremos hacer un movimiento inesperado descubrimos lo atrapados que estamos.”

Dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española que domesticar es “hacer tratable a alguien que no lo es, moderar la aspereza del carácter”. Allí mismo se encuentra el meollo de la propuesta de Barba. Sabemos que educar es, en gran medida, socializar. Pero aquí el autor se pregunta qué tipo de lazos establecemos, desde la infancia, con la comunidad donde nos criamos. Su lectura de El principito pone la luz cenital sobre la necesidad humana de pertenecer a un grupo. Donde los críticos tradicionales de Antoine de Saint-Exupéry han encontrado metáforas sobre la niñez y el aislamiento, el narrador de Barba halla algo censurable: “Tras un par de evasivas, el zorro contesta que [domesticar es] ‘crear lazos’. ‘¿Crear lazos?’, replica el Principito (…) y el zorro responde con una magnífica joya de la mala fe: ‘Claro, todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. Pero si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro’.”

“El bienestar se pega a los pensamientos como una camisa húmeda, y solo cuando queremos hacer un movimiento inesperado descubrimos lo atrapados que estamos”

A través del análisis de la naturaleza “sin domesticar” de esos 32 niños —“‘parecidos a otros cien mil niños’. A quienes no necesitábamos. Que no nos necesitaban. Y a los que, por supuesto, había que domesticar”—, el libro del autor madrileño apela a las teorías de Jean Jacques Rousseau, para quien los humanos en estado natural son bondadosos, hasta que la sociedad los pervierte. Pero Barba añade la preocupación porque en este tiempo, casi 300 años después de la muerte del autor ginebrino, “domesticar” implica también crear la necesidad de “poseer”.

El capitalismo se ha adherido tanto a las estructuras de nuestras comunidades que existir es tener. “Aquellos niños y niñas a los que ya comenzábamos a ver a diario apostados en las calles entre algunos semáforos o durmiendo en pequeños grupos (…) no eran herederos legítimos de nada. Y como no eran herederos legítimos tenían que robar”. En otras palabras, la única manera que tenían de existir en el mundo al que no pertenecían era como usurpadores. Como no tenían nada, nada podían ser.

Por eso, lo que define a la República luminosa —y explica el título de la novela— es la fascinación que siente el narrador cuando encuentra el lugar donde duermen estos niños siniestros, asociales, que no tenían nada, salvo sus propias costumbres y el idioma que habían construido. Debajo de la tierra, en el vientre oscuro de la civilización habían edificado una “extraña república minuciosa” que brillaba con luz particular, sin ningún destello de la superficie. “El placer estaba contenido en aquella estructura luminosa como la yema en el interior de un huevo”, escribe Barba. Lo que parece pasar desapercibido para el narrador, pero ojala que no para el lector, es ese huevo puede interpretarse como un útero donde se estaba gestando una versión alternativa de la humanidad; una que la república de la superficie extinguió.

 

Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com

 

*Ilustramos esta nota con un fotograma de El pequeño salvaje (L’Enfant sauvage), una película francesa de 1970, dirigida por François Truffau

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