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La novela de Juan Pablo Villalobos dice: No voy a pedirle a nadie que me crea

Aunque la comedia en la literatura tiene una larga tradición (tan larga como la literatura misma) todavía se suele ver como un asunto menor, como si provocar la risa no fuera un asunto dificilísimo y no requiere que el autor ponga en juego todas sus capacidades, y más aun cuando esa risa viene acompañada de una reflexión más bien amarga y desencantada sobre el violento mundo que habitamos.

Juan Pablo, mexicano, protagonista de No voy a pedirle a nadie que me crea, tiene intención de viajar a Barcelona para estudiar un doctorado; el tema de su tesis es los límites del humor en la literatura latinoamericana del siglo XX, “y cómo las nociones de lo políticamente incorrecto, o de la moralidad cristiana, funcionan como elementos represores que introducen el sentimiento de culpa en la risa, que es, por definición, espontánea”, explica el mismo Juan Pablo a unos mafiosos armados con pistolas que, inevitablemente, se ríen. Pero antes de abordar se verá involucrado, a la fuerza y bajo amenazas de muerte, en una trama criminal que lo obliga a cambiar el  tema de su tesis y a relacionarse con Laia, lesbiana y estudiante de doctorado de estudios de género. No contaré demasiado de la trama porque arruinaría el placer a los potenciales lectores.

Juan Pablo, Valentina, el primo y la madre de Juan Pablo son los narradores de la novela de Juan Pablo Villalobos ganadora del premio Anagrama de novela en 2016. Entre las cuatro voces (o escrituras, porque todas son modalidades bien diferenciadas del discurso escrito) construyen esta obra disparatada, sangrientamente divertida y políticamente incorrecta.

La novela pone en acción personajes caricaturescos, pero esto, que en otro autor o en otro tipo de historia pudiera ser un problema, juega a favor de la novela porque lo caricaturesco (y hasta cierto punto lo esperpéntico) es parte constituyente del alma de su relato. De otra manera no se podrían entender las cartas del primo, exacerbación de una forma de habla popular mexicana, incoherente, repetitiva, más musical que conceptual; o los correos electrónicos de la madre de Juan Pablo, compendio de las buenas intenciones familiares, muestrario de rencillas y pequeñas envidias, así como exhibición de un racismo y un clasismo nada soterrados. Incluso en un personaje secundario como Ale, el argentino, se hace evidente este carácter caricaturesco, principalmente expresado como una modalidad del habla.

De personas y personajes.

De un orden diferente, pero en estrecha relación, hay que señalar el tratamiento estereotipado de ciertos personajes. Nuevamente, la habilidad de Villalobos se muestra en cómo estos estereotipos no lastran la novela, sino que le otorgan un impulso cómico revulsivo, porque, después de todo, en estos personajes estereotipados encontramos, aunque nos pese, una verdad risible y amarga. Se podría decir que los personajes interpretan su estereotipo, lo muestran, lo exhiben, hacen chistes de él.

Las novelas tratan de muchas cosas; es condición del género no dejarse atrapar por unas pocas líneas de fuerza, y la novela de Juan Pablo Villalobos no va sólo de mafiosos mexicanos y españoles y sus estrambóticas operaciones para ganar más y más dinero. Es, casi no podía ser de otra manera, una novela que se mira a sí misma, que reflexiona (siempre desde una ironía distanciadora) sobre los mecanismos del humor, sobre las palabras tiernas o atroces con que designamos al mundo, a los demás y a las relaciones que construimos. Así, No voy a pedirle a nadie que me crea trata también del acto de escribir una novela:

“Escribo sin culpa, sin vergüenza, con liberación, con comezón. No escribo para pedir perdón, no escribo para justificarme, para dar explicaciones, no es una confesión. Escribo porque en el fondo soy un cínico que lo único que ha querido siempre es escribir una novela. A cualquier precio. Una novela como las que a mí me gusta leer. Soy un cínico y si no me entrego a la policía o si no me tiro por la ventana es porque no estoy dispuesto a interrumpir la novela. Quiero llegar hasta el final. Cueste lo que cueste. Y aunque exagere un poco (no hay comedia sin hipérbole), todo lo que cuento en mi novela es verdad. No hay lugar para la ficción en mi novela. Puedo demostrarlo todo, tengo pruebas. Todo es verdad. No voy a pedirle a nadie que me crea.”

 

Rubi Guerra narrador, editor, periodista y promotor cultural. Es fundador de la sala de arte y ensayo Ocho y Medio y asesor de la Casa Ramos Sucre en Cumaná, Venezuela. Ha publicado casi una decena del libros, entre los que se encuentra La tarea del testigo (Premio Rufino Blanco Fombona, 2007), Las formas del amor y otros cuentos (Premio Salvador Garmendia, 2010), El discreto enemigo, que editó en 2016 Madera Fina.

 

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