El Día del Libro conmemora la conversión del escritor en su obra

La conversión de los escritores en sus propios legados es lo que se celebra cada 23 de abril. Porque ¿de qué otra manera podrían coincidir la leyenda de San Jorge y el dragón con la conmemoración de la muerte de William Shakespeare, así como el deceso de dos próceres del castellano: Miguel de Cervantes Saavedra y el Inca Garcilaso de la Vega?

El creador del Ingenioso Hidalgo y el primer mestizo biológico y cultural del Nuevo Mundo murieron en 1616, el mismo día y año que el autor de Romeo y Julieta. O por lo menos es eso lo que quieren los miembros de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura(UNESCO) que creamos. En realidad, la fecha del fallecimiento del dramaturgo isabelino corresponde al calendario juliano, así que su muerte ocurrió diez días después, el 3 de mayo, según el calendario gregoriano, sistema que se implementó en los territorios españoles desde 1582, por orden del Concilio de Trento. En Inglaterra, así como en sus colonias, empezó a usarse desde 1752. Y, puesto que estamos en estas de rectificaciones, es menester señalar que tampoco Cervantes murió propiamente el 23 de abril: fue el día anterior, aunque sí que le enterraron en esa fecha (y de eso es de lo único que queda el documento). Tales inexactitudes no evitaron que la UNESCO  proclamara el 23 de abril el Día Mundial del Libro y de los Derechos de Autor.

El escritor «moderno».

La comprensión moderna de los fenómenos literarios es más reciente de lo que estamos dispuestos a aceptar. La consciencia de autoría y de universalidad en la literatura es posterior a los tiempos de Shakespeare, Cervantes y el Inca, por más fundamentales que estos sean en sus tradiciones. Con esto quiero decir que la conmemoración del autor que propone la UNESCO sólo tiene sentido desde que el romanticismo del siglo XIX hiciera del escritor un personaje –y también de la escritora, que para eso bastante trabajó A. L. Aurore Dupin, aunque tuviera que esconderse detrás del pseudónimo George Sand, y otras muchas como ella–. Y gracias a la edificación de la industria editorial en el siglo XX, que les hizo profesionales.

La noción de universalidad tuvo derroteros similares. Hasta que las ideas de la Ilustración circularon por toda Europa –proceso que tomó siglos a pesar de que la imprenta fue un invento de acogida entusiasta en la mayoría del continente– la literatura había sido un fenómeno cultural nacional, incluso provincial. Si bien desde el Renacimiento existía la figura del autor, acompañada por el facilitador de su trabajo que era el mecenas, la afirmación de que lo escrito por alguien en un idioma pudiera comprenderse por públicos que hablaran otras lenguas era rara, aunque las obras pudieran traducirse. De hecho, la traducción era una herramienta más común en los círculos diplomáticos que en los literarios. ¿Y no fue la gran revolución del protestantismo traducir un libro? Que ese acto causara el más grande cisma de la Iglesia Católica justo cuando esta institución monopolizaba la cultura europea permite medir la enorme distancia que existe entre la comprensión que entonces había de la literatura y la de la actualidad.

Las relaciones entre autores de diferentes tradiciones sólo comienzan a hacerse importantes a partir del siglo XX, cuando el espectro de la globalización comienza a materializarse y la cultura se convierte en el gran negociador de las diferencias humanas. Si bien los personajes de Macbeth y Hamlet se levantaron como arquetipos entre los franceses desde que los románticos se interesaron por las figuras históricas y es cierto que, entre otros personajes cruciales, el rey escocés y el príncipe del Reino de Dinamarca son los factores principales de la inmortalidad de Shakespeare, su verdadera universalidad se encuentra en que cada vez más personas alrededor del mundo conocen su obra y la discuten. Sus libros alcanzaron la inmortalidad. No solo se mantuvieron en un lugar de preferencia en la tradición anglosajona, sino que encontraron lectores en todos los rincones del globo. Y algo similar ocurrió con Cervantes. (El que ha tenido menor suerte es el Inca, aunque en el nuevo mundo se le celebra como la raíz de la intelectualidad, lo mejor de la raza cósmica.)

Resulta que de la misma manera que san Jorge peleó contra el Dragón, y le ganó; aquellos autores pelearon contra la muerte y se hicieron universales. Sabemos que en el cristianismo, el dragón representa el mal, pero en especial el mundo de la corrupción y lo perecedero. Lo material. Cuando los escritores han alcanzado la universalidad tienen un legado. Son sus ideas. Se han convertido en sus libros. ¿Y qué mejor apoteosis para quienes dedicaron sus vidas a leerlos y escribirlos?

Por eso obsequiamos una rosa metida en un libro: la flor que dura dos días es la sublimación de la materialidad del dragón; el libro, su espíritu.

 

Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com

 

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