
En El Reino, Emmanuel Carrère reflexiona sobre lo inquietante de haber creído en las escrituras
El objeto de la experiencia religiosa es encontrar para la angustia, según piensa Emmanuel Carrère, el asidero de una certeza. Bien que lo sabe el autor nacido en París en 1950, porque durante los años más duros de su vida, cuando no encontraba un norte para su escritura y su vida personal estaba amenazada por la perspectiva del divorcio, la lectura y el estudio de la Biblia, así como la práctica periódica de los rituales católicos y, en especial, de la misa sirvieron para darle tranquilidad. Pero eso fue solo un tiempo. Pronto su mente de intelectual pudo más que las supersticiones de sus días trágicos y entendió lo que estaba detrás de las fórmulas rituales.
Su libro más reciente, El Reino, es un enorme reflexión sobre lo inquietante que le resulta haber creído alguna vez en esa vasta falsificación que es el Nuevo Testamento, destinado a hacer creer que el cristianismo es el heredero del judaísmo, que cuando Jesús se proclamaba el Hijo de su Padre y hablaba del Reino que esperaba a los fieles después de la muerte, no se refería a un lugar en la tierra, sino a la comunión que aquello que los griegos conocían como el Logos. La mentalidad creadora, la palabra, el espíritu: significaba deshacerse de todas, absolutamente todas, las cadenas materiales.
“El Reino es para los buenos samaritanos, las puta amorosas, los hijos pródigos, no para los maestros del pensamiento ni para los hombres que se creen por encima de los demás”, escribe en el libro que se adjudicó en 2015 el Premio Le Monde. He allí el problema: si se es rico, inteligente o feliz, no se puede acceder a la alegre espiritualidad después de morir. Movido por la desconfianza que le produce que la respuesta retórica del cristianismo ante la nada de la muerte, Carrère presenta quinientas diez y seis páginas donde se dedica a reconstruir la experiencia religiosa de dos figuras que fueron fundamentales para la promoción del cristianismo entre las masas paganas del imperio romano, aunque nuca conocieron a Jesús: el predicador Pablo de Tarso y el evangelista Lucas.
Aunque al principio se sintió atraído por el judaísmo, el primero de estos hombres viajó por todo el imperio para predicar, no las palabras de Jesús, sino su Resurrección. El segundo quedó maravillado con Pablo y a prendió de él lo suficiente para involucrarse con los cristianos y escribir una historia del Mesías como si lo hubiera conocido que resultó tan influyente entre las primeras comunidades de fieles que se convirtió en un texto fundamental del Nuevo Testamento. Pero, al principio, ni Pablo ni Lucas fueron bienvenidos entre las comunidades de primeros cristianos. Y la narración de estos desencuentros construye los episodios más interesantes de El Reino.
“El Reino es para los buenos samaritanos, las puta amorosas, los hijos pródigos, no para los maestros del pensamiento ni para los hombres que se creen por encima de los demás”
El efecto de las enseñanzas de Pablo es que incorporaron al cristianismo elementos de las religiones mistéricas paganas al proponer que luego de la muerte hay una forma espiritual de vida y abre a lo que hasta entone era una secta del judaísmo al sincretismo haciéndola atractiva a los gentiles que eran mucho más numerosos en el imperio que los hebreos. También sirvió de fundamento para el gnosticismo que desde temprano se desarrolló en el cristianismo. Puesto que el mundo era corrupto, los gnósticos creían que Jesús no podía haber sido un hombre y un dios porque el cuerpo estaba contaminado, por eso solo había tenido la apariencia de ser humano. La Resurrección era la prueba de su espiritualidad.
Como al negar la humanidad de Jesús, negaba también los sufrimientos que padeció para limpiar de pecados a los humanos, desde muy temprano se tachó de herejes a los gnósticos y se afanó en probar que Dios Padre y su Hijo, Jesús, eran la misma persona. Más tarde dijeron que al Padre y al Hijo se les sumaba el Espíritu Santo. Allí estaban sentadas las bases de la doctrina de la Santísima Trinidad, según la cual Padre, Hijo y Espíritu eran una sola divinidad en tres manifestaciones. La formulación respeta los atributos de la omnipotencia y la eternidad de Dios y distribuía sus funciones entre un padre demiurgo, el Logos del que habla el Evangelio de Juan, un Hijo Redentor y un Espíritu santificador. Esto promueve la creencia de un Dios creador inmutable eterno e inaccesible, junto a uno que es igual a los seres humanos por haber sido él mismo uno de ellos. Uno que fue hombre y que por eso está más cerca de explicarle a las personas de qué se trata el Reino de los Cielos.
Pero la Trinidad no es el tema del libro de Carrère. Eso vino siglos después del marco histórico en que el escritor francés se sitúa. Su libro se trata de la manera en que Pablo y Lucas interpretaron las enseñanzas de aquel Jesús que nunca llegaron a conocer más que por los testimonios de sus apóstoles. Se trata también de las historias en las cuales estamos dispuestos a creer para tranquilizarnos. Y de lo que estamos dispuestos a hacer para mantener que esas historias son ciertas.
Michelle Roche Rodríguez es autora del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com
Muy interesante. Me lo apunto.