Un coro de almas de Wanda Marasco, hallazgos abisales en la conciencia

La novela de Wanda Marasco titulada Un coro de almas explora como batiscafo en los semisótanos de Nápoles. Allí, la escritora nacida en Italia en 1953 prende la llama que chisporrotea en la densa oscuridad del espíritu, para encontrar su lenguaje revelador.

En esta obra publicada por Tusquets editores y traducida por Carlos Gumpert Melgosa, la poética del relámpago nihilista hace temblar las imágenes que desata con su requiebro lumínico. La escenificación de la ciudad de Nápoles tras la Segunda Guerra Mundial es un paradigma de turbiedad que la belleza del lenguaje hace fluir con soltura grácil hasta la desembocadura de lo terrible y descarnado. La pesadumbre lidia con la vida hasta desatar la furia más destemplada y violenta. Y esta no es otra que el destino encaminado a una sola latitud: el fatalismo. Como si de una carta franqueada se tratara y rehusáramos su envío, pero al abrir el cajón de la mesilla de noche nos recordara su existencia malograda antes de tratar de conciliar el sueño.

Vida y muerte entrelazadas.

Vincenzina Umbriello está a punto de expirar. Su hija, Rosa Maiorana, vela estos últimos momentos que preludian la muerte. El brevísimo y aparente diálogo que mantienen entre ambas, ata los extremos del círculo de la vida. A partir de ese momento descendemos hasta la memoria herida. “Las historias saldrán de la carne porque han de adentrarse entre una criatura y otra como una restitución y una emboscada. Vincenzina Umbriello me las contaba con una suerte de configuración ideológica, decantándose siempre por quien tenía en sus manos la aflicción y el destino de un hogar (…) Mi madre otorgaba a cada personaje un valor y un temor. No eran criaturas mortales. Sino dragones de siete cabezas, perros con cola de león, ratones gigantes o milimétricos, machos cabríos, lechuzas y bueyes. Se asomaban hambrientos al borde de las ollas de casa, por la noche podían venir a roernos los pies y a tirarnos del pelo. A veces ella también entraba en el cuento. Entonces la veíamos rebanar la cabeza a las fieras más crueles y preparar una jaulita de oro dotada de bebedero y yacija para las criaturas más débiles. Pero ahora esta muerta y esos animales constan como desaparecidos, al igual que los días que tan infeliz fue”. Desde esta fantasmagoría la voz femenina toma tintes de eco sordo rememorando las vidas como tambor de piel: sonido grave y acompasado de varias generaciones rotas.

De fondo, el conflicto bélico y la necesidad de supervivir en la posguerra, mientras que el estigma de la frustración enraizado en la miseria, en la cárcel de los convencionalismos sociales, en una suerte de violencia soterrada, instila una lágrima de rebeldía. Las siluetas bailan en derredor del sufrimiento, pero no hay lamentación. Los personajes son espectros de un tiempo en tonos claroscuros que emergen de las cavidades de la colina de Capodimonte, entre sus callejones, casas y semisótanos —vascio, en napolitano— con la lapidaria piedra de toba siempre presente.

“Mi madre camina con un paso misterioso. Sabe que bajo las losas está el pueblo antiguo”

Proveniente de la paupérrima Villaricca, localidad rural de la región de Campania, provincia de Nápoles, la madre de Rosa se adentra en la ciudad. Es una de tantas jóvenes en busca de un futuro más halagüeño a través de la servidumbre. Pone tierra de por medio a la desquiciante y brutal atmósfera familiar con la que ha convivido. Allí encontrará a Rafele Maiorana. Un contable gris que no ha alcanzado las expectativas familiares y cuyo origen aristocrático le mantiene constreñido en una dimensión de renuncia a su verdadera vocación de pintor. En ambas familias, el matriarcado ejerce con mano firme el poder que alcanza el delirio, ya sea con rasgos primitivos o refinados. La voz de Rosa y su yo trascendido, rezuma hasta el presente. Las resonancias que ha vivido y permeado su ser son rememoradas desde ese lugar común de temor que confiesa a su madre moribunda, “Tengo miedo”. El duelo entre madre e hija no es un ajuste de cuentas por más que aquella ejerciera de usurera y pequeño apéndice de la camorra por mor de la pobreza, y en su rosario de cuentas esta la acompañara: “Rosa, vente conmigo, que a ti se te dan bien las cuentas. (…) Te seguí en tu deambular por el infierno, dentro de la espiral de los semisótanos, rozando la carne animal del otro. Algunas puertas se abrían  sin resistencia, otras permanecían cerradas y teníamos que volver e insistir llamando amenazadoramente”. Sencillamente es un gran monumento funerario como lo es la propia ciudad: un complejo entramado de catacumbas y galerías que socava y encierra para sí: “Mi madre camina con un paso misterioso. Sabe que bajo las losas está el pueblo antiguo”.

Adentrarse en el ser.

El título de la obra, Un coro de almas, apela a esa sinfonía de personajes que entonan el Requiem en el recuerdo y conmemoración de un tiempo donde “Hay una lámpara imaginaria que envuelve el callejón y la casa. Los átomos de la toba van desde las cuevas hasta las losas de piedra volcánica de la calle y custodian una espiral de espectros y pajarillos. La mitad de los cristales es mar. Agua acuclillada dentro de un foso entre el volcán y el golfo”. El lector confraternizará con ellos desde ese asentimiento que la vida forja a golpe de martillo o asesta con escalpelo y deambulará por esas almas que agotan su dolor, retuercen la esperanza, castigan su resabio, enloquecen de tristeza, alzan su copa vacía, agonizan con el tiempo dormido en los labios o se yerguen como sombras que recorren las estancias impregnadas de sudor frío. El giro final de los acontecimientos, descorrerá el beneplácito de la muerte como verso suelto que persignara de humana compasión el último tránsito en un bellísimo ultílogo de “despedida y sagrada imprecisión”.

En la novela de Marasco encontramos una escritura arriesgada y, por consiguiente, valiente, audaz y sin concesiones al funambulismo estético. Su palabra es plomada que orienta la verticalidad de su construcción cimentada con solidez y determinación. Sin restar a la sencillez ese carácter de ingenua transparencia, la crudeza cristaliza en una narración desvestida de lo prosaico. Es una apuesta contumaz y aguerrida por desvelar y desvelarnos. Esa comunión apreciada por los lectores y cuya autenticidad se premia desde la mente despierta y el corazón emocionado. El lenguaje es andamiaje que sustenta la estructura profunda del edificio literario. Hay que dar un paso más para no quedar en la mera contemplación. Esta obra exige del lector su compromiso porque esta preñada de fundamento poético, entendiendo este como descubrimiento de lo profundamente humano. Octavio Paz, en El arco y la lira. El poema, la revelación poética, poesía e historia, indagó en este concepto tan evidente como desconocido “La poesía es entrar en el ser”. Y esta obra narrativa abunda en esa travesía encendida.

 

Pedro Luis Ibáñez Lérida pertenece a la Asociación Colegial de Escritores de España, sección Andalucía, así como a la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios.

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