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Vicente Luis Mora: “La intención con Centroeuropa fue hacer una novela arqueológica”

Escarbar en el pasado es probablemente la mejor herramienta, o tal vez la única, para conocer quiénes somos y cuál es el relato que nos vertebra como sociedad, como cultura e incluso, como continente. Con la intención de hallar respuestas en el pasado, y quién sabe si no acabar arrojando sobre la mesa aún más interrogantes, Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) ha escrito Centroeuropa, una novela que nos conduce hasta el corazón del continente: la Prusia del siglo XIX. Allí, en la comarca del Oderbruch, lindando con Polonia, entre humedales y vientos gélidos, Redo Hauptshammer se pondrá a trabajar su recién adquirida porción de tierra con la intención de sacar rápidos beneficios de ella. Sin embargo, y lamentablemente para él, hundir la pala en aquel terreno le conduce una y otra vez al mismo desenlace: cuerpos y más cuerpos de soldados bajo la nieve, cadáveres helados procedentes de otros tiempos que no son el suyo.

En una Prusia feudal-absolutista que se apaga y otra liberal-capitalista que apenas nace, Mora aprovecha para plantear varias cuestiones de difícil respuesta, aunque no por ello menos estimulantes. La utilidad del pasado como instrumento para corregir el presente, la pregunta por la escritura como constructora de la propia identidad o la indagación en las distintas partes que configuran la realidad, y por tanto la literatura, son sólo algunas de ellas. Mora es un autor polifacético y prolífico que ha publicado novelas, libros de poesía y ensayos. Fred Cabeza de Vaca (2017), La huida de la imaginación (2018) o su poemario Serie (2015) son algunos de sus últimos títulos, todos ellos anteriores a Centroeuropa. Respondiendo a la clásica pregunta por los proyectos venideros, por el futuro, un futuro que además se prevé extraño para todos, Mora confiesa que “lo único en recámara es un libro de poemas, pero lo maduro muy lentamente”.

 

—¿Cómo fue el trabajo de documentación para comprender la Prusia y la Europa de los siglos XVIII y XIX?

—Es un trabajo al que estoy acostumbrado, como académico dedicado a la investigación literaria. En este caso, el trabajo de documentación estuvo más orientado a la historia, aunque también tuve que trabajar el pensamiento y la filosofía de aquella época. De todas maneras, me gustaría precisar que la documentación no está dirigida a construir una novela histórica, sino que la finalidad es puramente literaria, es decir: crear un mundo lo bastante convincente como para que el lector se sumerja en lo que realmente me interesa, que es la trama y los personajes. Mi intención no era escribir una novela histórica, sino más bien una ambientación en la que poder incrustar elementos inverosímiles. Me interesa, de hecho, esa tensión. No me gusta ceder todo el espacio al realismo. O busco una forma de realismo que no olvide lo telúrico, lo inconsciente, lo onírico, los temores atávicos.

—Dices que la intención no era hacer una novela histórica. ¿Cuál era entonces?

—Hacer una novela arqueológica. Frente al modelo de la novela histórica, utilizo esta etiqueta de “novela arqueológica” para explicar que el lector debe escarbar y encontrar algunos elementos del pasado, que son ciertos pero incompletos, y a partir de ahí debe interpretarlos y contextualizarlos. En definitiva, se trata de ver qué legado nos ha dejado la Centroeuropa de finales del siglo XVIII y principios del XIX, qué importancia tuvo ese mundo y sigue teniendo aún en nuestros días.

—¿Qué te atrajo de esta zona tan particular de Prusia y de este periodo histórico concreto?

—Redo representa la modernidad, pues llega a un pueblo que todavía vive anclado en el Antiguo Régimen. Una de las cosas que yo quería contar es esa tensión que se produce entre dos regímenes: un sistema absolutista ya en declive y una nueva modernidad, personificada en Redo. Dos mundos antitéticos, cada uno con su propia sensibilidad.

—Es interesante cómo Redo va recordando y estructurando su propio pasado gracias al proceso de escritura.

—Una de las cosas que me planteé fue tratar de comprender cómo acometería la redacción de sus memorias una persona que llega tarde a la lectura y a la escritura, como es el caso del protagonista, que antes de llegar al pueblo era casi analfabeto. También me interesaba indagar en la manipulación que todos hacemos cuando contamos nuestra historia, cuando relatamos nuestro pasado a los demás o incluso a nosotros mismos, quizá con el ánimo de alterarlo o modificarlo.

—¿Cómo ha sido esa búsqueda de un lenguaje común al pasado y al presente?

—Ha sido un trabajo ímprobo, porque efectivamente me propuse encontrar un lenguaje que, perteneciendo al siglo XIX, pudiera ser leído hoy como actual. Lograr ese registro que perteneciera a la vez a los tres últimos siglos me parecía un desafío interesante y me ha costado muchísimo trabajo.

—El personaje de Jakob Mölte dice: “La tierra es como los libros: una vez abierta, también sabe hablar”. Defines Centroeuropa como una novela arqueológica. ¿Qué puede contarnos la tierra una vez excavada?

—La Tierra nos está hablando continuamente. A veces de modo positivo, pues de ella rescatamos tesoros arqueológicos en el mejor sentido de la palabra. Otras, en cambio, nos habla en términos terribles, mostrándonos cadáveres de antiguas batallas; algo que sigue ocurriendo, por cierto, hoy en día en la ribera del Oder (la comarca alemana en la que se emplaza Centroeuropa), donde de vez en cuando se encuentran vestigios de batallas y restos de soldados que alguna vez combatieron en la zona. La Tierra sigue hablando, unas veces diciendo cosas maravillosas y otras monstruosas de las que debemos aprender. Nuestro objetivo es escucharla, recoger lo bueno y aprender de lo nefasto.

—En Centroeuropa se combina el pragmatismo y la racionalidad de Jakob con la bruja Ilse, otro personaje, que representa lo esotérico, lo fantástico, lo que está más allá. ¿Cómo entiendes la existencia y convivencia de ambas visiones del mundo?

—Es una perspectiva doble que puede ser incluso triple: la perspectiva histórica y humanística, encarnada en Jakob, la perspectiva de Redo, que sería de corte científico, y la postura de Ilse, que sería de tipo visionaria, por decirlo así. Bajo mi punto de vista, la suma de esas tres visiones sobre lo real conforma el terreno natural de la literatura. Creo que el realismo a secas deja muchísimas cosas fuera; el punto de vista científico nos brinda un buen punto de partida, pero también escamotea asuntos como la interpretación o la valoración de los hechos. Por último, el punto de vista relacionado con lo onírico, con los sueños y las intuiciones, me parece que tampoco ofrece por sí solo una explicación suficiente para los fenómenos, incluso para el fenómeno literario. En narrativa y poesía llevo tiempo trabajando en esta especie de mezcla entre elementos reales, una cierta perspectiva científica y por último un acercamiento de corte más imaginativo, fantasioso y no racional. Creo que sumar estas tres perspectivas no es incompatible, sino que funcionan muy bien unidas, siempre y cuando se dominen los recursos técnicos para que sus potencialidades no choquen entre sí.

—¿Qué conclusiones has sacado sobre Europa después de escribir esta novela?

—El buceo en el pasado siempre es positivo. Es sanísimo leer sobre historia, porque se aprecian confluencias y líneas de fuga, se observan elementos que se repiten cíclicamente y otros que no en cambio no lo hacen. No todo vuelve, pues hay algunas cosas que se abandonan por el camino, desgraciada o afortunadamente. Es bueno recuperar esos datos para afinar la mirada, no solo sobre el pasado sino sobre el presente. Aquella Centroeuropa de la que hablo en el libro ha vivido mucho sufrimiento y dolor, por supuesto, pero también creo que fue una época en la que surgieron notables ideas políticas y filosóficas, y también expresiones artísticas que siguen marcando todavía hoy nuestros imaginarios, al menos hasta cierto punto. Un ejemplo de esto sería la presencia constante del romanticismo como horizonte estético, como forma expresiva, como tendencia que es capaz de analizar lo onírico e irracional junto lo racional y filosófico. En definitiva, de todas las convulsiones de aquella época han quedado bastante cosas buenas, y por supuesto también cosas malas.

 

Ignacio Romo González (@romogonzalez2) es graduado en Periodismo y actual estudiante de un grado en Filosofía. Entre otra cosas, le interesa todo aquello que tenga que ver con la literatura. Su página web es: https://romogonzalez.com/

 

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