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Mariana Enríquez se guarda huesos bajo la manga en Alguien camina sobre tu tumba

“Todos caminamos sobre muertos,

¿sobre qué otra cosa vamos a caminar?”

 

Imaginamos una mano esquelética que sale de la tierra para jalarnos de los tobillos y advertirnos que profanamos a los difuntos al caminar encima de sus timbas. La distancia que franqueamos entre la vida y la muerte antes de tiempo es lo que enciende la chispa de nuestro miedo. No obstante, las diecisiete crónicas híbridas que componen Alguien camina sobre tu tumba: mis viajes a cementerios, la argentina Marina Enríquez ensalza más el rito que la transgresión. Sí, empalma al Eros y al Tánatos como dos figuras que le servirán de el hilo conductor, pero jamás cae en reflexiones tópicas.

Ediciones Antílope publicó este libro en 2019 para México y América Latina y en la víspera del Día de los Muertos resulta inevitable leerlo. Mezclando el periodismo de dato duro con la historia —a veces, incluso, remontándose hasta la Edad Media—; aderezando los textos con pequeñas entrevistas y con citas invaluables; utilizando, además, anécdotas ingeniosas y ocasionales puntadas de humor, la ganadora de la trigésimo séptima edición del Premio Herralde de Novela nos invita a cruzar el umbral entre este mundo y el más allá, ya sea de puntillas o en zancadas marciales. La cuestión es cruzar, seguirle el rastro.

Enríquez llega a las ciudades por trabajo o por placer, pero nunca las deja sin entrar a sus cementerios, y para lograrlo busca la ayuda de amigos y conocidos del mundo literario. Esta ha sido su implacable obsesión a través de los años: la primera crónica data de 1997 y la más reciente, del 2012. En cada narración se toma el tiempo para describir los árboles y los visitantes, la disposición de las lápidas y la movilidad inminente de las estatuas. Así crea la atmósfera antes de habitarla. Decenas de imágenes quedan rondando en nuestra cabeza. Recordarlas será olfatear la tentación de ceder a la misma obsesión de Enríquez.

“Todo es intenso y eterno: los alemanes saben cómo se hace un cementerio. En Chacarita hay un cementerio alemán, cerca del principal. No es tan hermoso como éste, pero tiene la misma calma soñadora, la herencia de cuando el mundo era bosque”

 

Celebrar la vida en la muerte.

El niño desenterrado diez veces al que le daba miedo la oscuridad, el árbol que plantaron sobre la tumba de un vampiro (y la estaca se transformó en árbol cuyas ramas supuestamente manan sangre), los niños que no son bautizados y se vuelven duendes, el miedo de la autora a los perros, la descripción sensual y casi llorosa de los monumentos, el vudú, la tumba de Elvis, el salto de un caballo legendario al que se le debe la existencia de la Patagonia argentina, las visitas a las tumbas famosas y una concatenación de epitafios tremendos; el tributo obligatorio a México —donde el jolgorio, el azúcar y el cempasúchil no empañan, sino que ensalzan los dos lados de la condición humana—, un concierto en Cuba y el emotivo entierro de una de las desaparecidas de la dictadura argentina, además de dos anécdotas icónicas: aquella donde Enríquez tiene sexo con un italiano violinista en un sepulcro —despertando así el romance casi correspondido entre ella y los cementerios—, y aquella en la cual se roba un hueso de las catacumbas parisienses y lo esconde como as bajo la manga. François: así nombró al tesoro hurtado.

Con las crónicas vienen las reflexiones: la relación del ser humano con la muerte, la necesidad de trascender y de inventar respuestas cuando estas son inasibles. Enríquez desentierra para nuestra lectura un dato relevante: que la memoria puede habitar un espacio. Eso son los cementerios: memorias.

“Este metro cuadrado que en la tierra he buscado vendrá tarde a ser mío, muerto al fin lo tendré. Yo no espero ya ahora más que un metro cuadrado donde tengan un día que enterrarme de pie”

Las crónicas de Enríquez proponen que el tránsito sepulcral no perturba a nadie, pues la curiosidad filosófica de pasearse entre lápidas tiene más de honrar que de rogar por el embrujo. Eso no significa que ella no tenga miedo (al fin y al cabo, siempre tiene la precaución de una turista), pero sus temores no desdibujan los escenarios que describe en Alguien camina sobre tu tumba para aumentar lo siniestro.

Los fantasmas brillan por su ausencia: estas crónicas son más una celebración de vida que una elucubración gótica y poética. Más allá de la belleza, queda solamente la oscuridad. Las antiguas costumbres de los pueblos —galeses, argentinos, estadounidenses, australianos, aborígenes, cubanos, judíos y peruanos— aunados a la interacción con lo moderno y las anécdotas de la autora, redondean cada crónica.

Armada con una cámara y un ojo —que no es quirúrgico porque está empañado por la fascinación— Enríquez revela que no tiene ases bajo la manga: más bien muchos huesos. El amor que aquí muestra hacia las moradas de los muertos no es morbo ni antropofagia, sino justicia.

“Qué hermosos son los cementerios, pienso mientras miro por la ventanilla el cielo gris. Mi amiga Patricia duerme a mi lado. ‘Donde se pueda leer su epitafio’. Donde quedan el nombre y la fecha, una voz que dice: estuve, fui”

 

Alicia M. Mares (Ciudad de México, 1996) es pseudónimo de Alicia Hernández Sánchez. Se licenció en Comunicación y Medios Digitales en el Tecnológico de Monterrey y es graduada del 12º Máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México, en las revistas digitales Carruaje de Pájaros y Efecto Antabus. Tiene una columna mensual en la Revista Palabrerías.

 

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