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“Investigación de las basuras”: Caupolicán Ovalles visto por Adriano González León

Reproducimos a continuación el prólogo “Investigación de las basuras” escrito por Adriano González León sobre la obra poética de Caupolicán Ovalles. Una nueva edición del célebre poema ¿Duerme usted señor presidente?, publicado por primera vez en 1962 y reeditado por la Fundación Caupolicán Ovalles y Ediciones La Palma. Este escrito y estudios de Miguel Marcotrigiano y Francisco Ardiles completa el libro.

 

Existe una posibilidad fulminante que justifica el hecho de escribir. Se trata de un afilado propósito hormonal que hace trizas todas las placas aceitosas de la literatura, porque extrae su materia de los fondos viscerales, tan vilipendiados, donde estamos seguros que brota una posibilidad de resurrección. Pocos podrían discutirlo, de todos modos, ya que es limitado el acceso a esos bajos lugares en traje experimental, porque hay el miedo de que la verdad rebote como un mal olor y toda su pestilencia gloriosa inunde varias leguas a la redonda pobladas de imbecilidad cívica y poética ciudadana.

O más allá aún, de poética metafísica, tan perfumada de malabares como cualquier soneto de cumpleaños o post mortem, coja, ahíta de impotencia, a cien grados por debajo de toda posibilidad testicular o beatamente lanzada en carrera de relevo para no ver la liebre-vagina, que en este caso viene detrás, invirtiendo el orden de las carreras de perros que, después de todo, son infinitamente radiosas al lado de los maratones literarios. Hasta ahora se ha escrito, según el orden de los reglamentos santificados, por ansia de trascendencia, compromiso social, necesidad óntica o investigación filológica. Hay quien habla de una búsqueda de Dios, pedantemente parapeteado en la cabeza de San Anselmo. O quien, más audaz, embarca la nada en su partida de dominó y se disfraza de traga-leguas de lo «existencial profundo». Y cuando se juega en el centro, nace una ascética de la palabra, mitad cabeza de San Anselmo, mitad doblecena de antología: postura híbrida que, cuando llega a diferenciarse, suelta los vocablos como elegantes bandejas vacías. Pero, de pronto, se descubre que alguien, «cansado de escribir necedades durante once años –buscando no sé qué hermosas combinaciones de frases y palabras»–, intenta justificarse en territorios menos conocidos.

Portada original de 1962

Aunque la justificación signifique un entrar en la serie, implica al menos la seguridad de ofrecernos, por el instante, un aliento nuevo que ya mañana podrán codificar. Sobre todo, se trata de un rechazo definitivo de lo encadenante poético, mientras se afirma, ya que no un derecho a decir, sí una posibilidad de maldecir, ¡MALDECIR! Costumbre angélica, vieja como el primer colapso producido por la revuelta de un antiguo líder celestial llamado Luzbel, continuada por profetas malhumorados y poetas anti-todo y, sin embargo, salvajemente desoída por los eternos cortesanos del buen juicio, de la inteligencia y del estar siempre “por encima” o «de regreso». Y es menester decirlo de una vez por todas: sí, se ha vociferado mucho, no hay nada nuevo en la voluntad infamatoria, pero nadie puede negar que muchos, mientras preparan su carrera de funcionarios del Estado o de la Poesía, tienen taponados los oídos de música aldeana, de seguridad que nadie les ha donado o de desprecio burgués, que basta con ser burgués para que anule su posibilidad de competencia. Continuar manejando palabrotas es, al menos, más saludable que cualquier alimento retórico. Y ante el dilema, hay algún sector alerta que prefiere lo soez purificante a lo beato purificado, muéstrese este como fervor del lenguaje, serenidad profesoral o explicación de la sociedad. Y no porque se quiera amenazar con el Coco a los burgueses, sino porque se trata de una obligación personal producida en los fondos viscerales señalados, y esto se halla al margen de toda discusión.

«Vale la pena insistir en la proposición de Caupolicán Ovalles, gallardamente absurda, de que es el cansancio quien lo decide a la acción»

Aunque no obstante todavía está por probarse si el alegato impuesto al género humano por Rabelais ha vaciado su contenido. Aún puede preguntarse si los apuestos señores del buen juicio y la inteligencia, los sacerdotes del verbo, los honorables profesores o los revolucionarios en pantuflas y pic-nic de los domingos, pueden demostrar que han desaparecido las causas que originaron la alianza de Isidore Ducasse: «HE REALIZADO UN PACTO CON LA PROSTITUCIÓN PARA SEMBRAR EL DESORDEN ENTRE LAS BUENAS FAMILIAS». Naturalmente que ellos, disfrazando su condición de hijos de buena familia, porque hay también buenas familias poéticas y buenas familias políticas, se acogerán a la condición extremadamente fácil de quien mira las cosas objetivamente. Y quien mira así no disfruta de las cosas, pues es una cosa más. Vale la pena insistir en la proposición de Caupolicán Ovalles, gallardamente absurda, de que es el cansancio quien lo decide a la acción. Idea sobresaltada, en cierto modo dentro de la línea de aquel famoso poeta asesino Pierre-François Lacenaire, ejecutado en 1836, quien justificó su necesidad de vivir, ejerciendo como teórico del derecho a matar, «meditando siniestros propósitos contra la sociedad». Y un poco también en empate con esa moral de lo inmoral de Thomas de Quincey, quien afirmaba, mientras consumía sus raciones de opio: «Generalmente, los individuos que han provocado mi disgusto en este mundo han sido gentes florecientes y de buena reputación. En cuanto a los pícaros que he conocido, y no han sido pocos, pienso en ellos, en todos sin excepción con placer y benevolencia».

En tal orden de inversiones, funciona este libro, desusadamente adicto al desafío, aprovechando la materia hasta ahora denominada «no poética», en un giro decididamente singular, porque existe una fatiga cuando se descubre la ineficiencia de la palabra tradicional, lo inoportuno del ejercicio culto, la triste invalidez de lo literario cuando «arrecia la enfermedad de vivir».

«Además del cansancio verbal, existen otras razones de fastidio, demasiado concretas, demasiado evidentes en nuestra hora hasta para el ojo menos alerta, que lo arrastran al abandono de toda preocupación correcta y normal por el lenguaje»

Algunos han optado por el silencio. Otros han hablado, como Robert Desnos, quien, para ampliar la virtud fecundante de sus fantasmas, escribió en argot contra los nazis, hasta quedar reventado en el campo de Terezin.

En el caso de Caupolicán Ovalles, además del cansancio verbal, existen otras razones de fastidio, demasiado concretas, demasiado evidentes en nuestra hora hasta para el ojo menos alerta, que lo arrastran al abandono de toda preocupación correcta y normal por el lenguaje. Pero es menester advertir que su actividad vigilante, casi como por instinto, lo pone a cubierto de la fácil demagogia vertida a través de cierta poesía llamada social, donde lo subversivo pierde fuerza por el manejo de todos los lugares comunes del orden burgués que se pretende minar.

«Hay una mecánica en la ejecución poética que descubre, a golpe de fuerza bruta, por paradoja, la aplicación inteligente de las basuras obtenidas en cualquier investigación sensible»

Además, hay una certidumbre: este libro no conduce hacia premios de la revolución, ni a invitaciones a viajes, ni a las mesas de los «rebeldes» con palacetes y bandas de ensalzadores. Hay aquí una pura y desinteresada hombría, hecho rotundo contra el cual se estrellan todas las acusaciones de los aficionados al cartel o las especulaciones en torno a una pretendida profundidad de lo formal. Es acercarse en cierto modo al reflejo glandular, no totalmente investigado, que proveyó de bastimentos a Rimbaud, quien meaba hacia el cielo «para honra y beneplácito de los altos heliotropos». Y quizás condujo aquel grito de Artaud: «Oh papa abyecto, papa ajeno a la substancia del alma, déjanos nadar en nuestros cuerpos; no necesitamos tu cuchillo de claridades». Porque –para traer a cuentas un último testigo– «de nada sirve ponerse guantes de goma», según la afirmación de Henry Miller. «Todo lo que puede ser fría e intelectualmente manipulado pertenece al caparazón, y un hombre con ansia de crear busca siempre abajo, en la herida abierta, en el horror obsceno y ulcerante. Conecta su dínamo a las partes más tiernas; si no sale más que sangre y pus, ya es algo».

Caupolicán Ovalles, con un agudo sentido de la provocación, propone en este libro una continuidad de ese ejercicio del desafuero como instrumento de investigación humana. Pero añade algo más, o mucho más, como es la evidencia de que se encara a una expresión que no tiene nada en común con las razones aducidas hasta ahora para legitimar el hecho de escribir. Se trata de una poesía que se da como una necesidad cotidiana, sin preparaciones, regodeos o perturbaciones de la existencia. Se da así, simplemente, deshonestamente poética, como quien se dispone a ingerir los alimentos o a defecar. Curioso elemento este de la efectividad expresiva, pero menos aleatorio y resbaladizo que buscar posibles enlaces entre palabras desnudas o la vacía petulancia de los realismos ofrecidos hasta ahora. Hay una mecánica en la ejecución poética que descubre, a golpe de fuerza bruta, por paradoja, la aplicación inteligente de las basuras obtenidas en cualquier investigación sensible. Es de esta aglomeración de desperdicios, imposible de admitir a olfato corriente, de donde parten ciertos aires sin cuya presencia es imposible una aproximación valedera hacia lo que suele llamarse hombre.

El riesgo, al revés de todas las prescripciones sanitarias, consiste en no contaminarse. Y quien lo asume por amor al virus, con decisión y audacia, verá levantarse, en el confín de la noche, una enaltecedora sucesión de fuegos fatuos.

 

Adriano González León (1931– 2008) junto a Salvador Garmendia es el mayor exponente de la narrativa venezolana de la segunda mitad del siglo XX. Su obra cumbre es la novela País portátil, ganadora del premio Biblioteca Breve, Seix Barral, en 1968. Otros títulos suyos destacados son Las hogueras más altas (1958), Hombre que daba sed (1967) y, la última, Viejo (1995). Fue fundador de los grupos Sardio y El Techo de la Ballena y reconocido con el Premio Nacional de Literatura en 1979.

 

El retrato que corresponde a la imagen principal de esta obra, que es la misma que sirve de portada al libro la tomó Vasco Szinetar.

 

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