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Medio siglo con Borges: Íntimo y epitético artefacto creado por Mario Vargas Llosa (I/II)

A A. Restrepo

 

Medio siglo con Borges es el título de un curioso artefacto. Recopilación última de los textos en los que Mario Vargas Llosa ha pormenorizado su relación y su pensamiento sobre el gran escritor argentino o reunión de prosas en las que se ensaya un perfil meticuloso y omnímodo; este libro aúna entrevistas, conferencias, fragmentos de ensayos y artículos en los que coinciden la crítica y el recurrente asombro del Nobel peruano por la obra borgeana.

Objetivado por el deseo de emular la circularidad que Jorge Luis Borges consiguió en no pocos textos, el artefacto vargasllosiano abre y cierra sus páginas en un mismo punto del tiempo: tanto la oda —ingenua y libre— que inaugura el libro, como el valiente artículo que lo culmina, están fechados en el 2014. El medio siglo se consigue así. Restando a la fecha final, la primera; la de la entrevista que Vargas Llosa le hizo a Borges en 1963 en París, pero que no fue publicada sino hasta el año siguiente en el diario Expreso, de Lima. Curiosamente, esta sustracción comporta también un discreto y borgeano artilugio. Medio siglo es la distancia desde la que un narrador anónimo recuerda su entrevista con el memorioso Ireneo Funes en 1887 (Artificios, 1944) y la que hay entre los dos Borges que se encuentran en 1969 frente al río Charles, al norte de Boston (El libro de arena, 1975).

Entreverada por la materia fantástica de su literatura, la vida del escritor argentino delata sus propias paradojas. Por ejemplo, después de confesarse extrañado de que en los congresos a los que había sido invitado en Europa se hablara más de política que de literatura, Borges le confía a Vargas Llosa que un lector francés le ha hecho una pregunta sobre John Vincent Moon. Aparentando —acaso—no percatarse de que sus posiciones políticas se transparentaban a menudo en sus cuentos y poemas, Borges omite el nombre del cuento en el que aparece ese personaje y que no es otro que “La forma de la espada” (1942), publicado en su colección de cuentos Ficciones (1944). En este, había formulado precariamente sus reticencias frente a la lectura marxista de la historia, puesto que para él, ésta (al menos la del Siglo XIX) yace de algún modo en “libros controversiales e incompatibles” y no se la puede reducir a un “sórdido conflicto económico”.

Sin embargo, ese cuento (como todos los de Borges) es mucho más que la distancia que corta una recta entre dos puntos de su pensamiento. En él se ensayan obsesiones que el autor repetirá tanto en la nota a pie de página del famosísimo Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1944), en la que se explica que “cada hombre fue, es y será todos los hombres”; como el de la tensión diegética entre la víctima y el victimario que aparecerá después en cuentos como “La Espera” (1950), incluido en el libro El Aleph (1949). Pero lo más paradójico es, sin lugar a dudas, que a pesar de lo telegráfica que pueda parecernos esa primera y lejana entrevista, fulge como pretexto para indagaciones ulteriores que terminan, no por azar, dándose cita en este artefacto curioso que nos permite (parafraseando a Henri Poincaré), “adivinar el pasado”.

 

Borges, político

Borges dijo alguna vez que “la imaginación está hecha de convenciones de la memoria”. Es decir, que damos forma a los seres que recordamos —y olvidamos— en las galerías de este sueño aparatoso y escasamente triunfal que llamamos vida; tal como el alquimista a su quimera en “Las ruinas circulares” (1940) —editado primero en el libro El jardín de los senderos que se bifurcan (1941) y luego en Ficciones— solo para terminar por darnos cuenta de que siempre hemos sido la adivinada esencia de una imaginación inubicable.

En consecuencia, creo que Borges hubiera consentido poco el mecanismo recurrente por el que Vargas Llosa intenta presentarlo “de cuerpo entero” en sus escritos. Las convenciones que afirma y reúne el artefacto vargasllosiano amparan al escritor que resumía la política como “una de las formas del tedio” o del “fastidio”, al hombre que despreciaba al peronismo porque lo había designado inspector de gallinas y al intelectual que equivocó algunas de sus tardes en compañía de Videla y Pinochet; pero disimulan al escritor que —acaso tarde— viró hacia el pacifismo de Russell, al hombre que se reunió con las Madres de la Plaza de Mayo en 1980, en plena dictadura militar para firmar una solicitud que diera a conocer el paradero de los desaparecidos y al intelectual que, a sus 85 años, sintió como un deber ético presentarse al juicio de las juntas militares, para entender el horror y aquella “suerte de inocencia del mal” que había allegado a los hombres a ese infierno de politizada violencia.

“La imaginación está hecha de convenciones de la memoria”

Salvo Franz Kafka, no ha habido, quizá, otro escritor que, como Borges, haya renegado tanto y haya sido tan crítico de su propia obra. Descreído desde siempre de los avatares de la política, renunció a sus primeras posturas y desistió de sus propias palabras. En sus años finales, cuando la vida le parecía ya un “vicio contraído” y se dedicaba a viajar e imaginar el mundo junto con María Kodama, Borges intentó desterrar los fantasmas de su ceguera política a través de una sencillísima y elegante apología por la paz, que sin embargo brilla por su ausencia en el artefacto de Vargas Llosa. Medio siglo con Borges podría ser, además de una bellísima excusa para hablar de la vida y la obra del que es “acaso el más grande escritor que ha dado la lengua española después de los clásicos”, la oportunidad perfecta para seguir el ejemplo de autocrítica del autor argentino.

Escuchar, por ejemplo, las peticiones de la MAFAPO; como hizo él con las Madres de la Plaza de Mayo, con la misma energía con la que se condena y señala la censura de las dictaduras modernas en el continente, podría ser decisivo para esclarecer una de las más atroces prácticas de Estado en la historia de América Latina y para comprender los mecanismos de aquella maleable inocencia del mal que a menudo se enredada con “esa cosa tan despreciada por él y, a menudo tan justamente despreciable: la política”.

 

Arturo Hernández González es docente, traductor y poeta colombiano. Es autor de los libros Olor a Muerte, (Biblored, 2012) y Breviario de lo Incierto (2017). Ganó el I Premio Literario Internacional Letras de Iberoamérica – Poesía (2017) y dirige la Revista Internacional de Cultura y Artes Noche Laberinto.

 

 

Esta es la primera parte de una serie de dos artículos dedicados a la figura de Jorge Luis Borges en la que Arturo Hernández González se refiere a la vida y la obra del autor argentino desde el el libro de Mario Vargas Llosa, Medio siglo con Borges. Para continuar con la segunda parte, pincha aquí.

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